viernes, 25 de marzo de 2016

CAPITULO XXI



CAPITULO XXI


Girolamo regreso a Sant Angelo dos días después de su partida, acompañado de la joven Catalina.

Leonardo salió a recibirlos, sucio y desaliñado, lleno de manchas de procedencia indefinida y evidentemente bajo los efectos del opio y del vino y aunque la sonrisa no se reflejaba en sus a ojos, se esforzó para sonreír a los recién llegados.


-Señorita Sforza, Conde Riario... Como ya deben saber soy el maestro Leonardo Di Sir Piero Da Vinci. Sean bienvenidos. He sido contratado para realizar unos encargos para la santa Iglesia a petición del cardenal Battista, que como ya saben, se postula como favorito para ser ungido en el trono de San Pedro.



Sus ojos estaban fijos en los de Girolamo y aunque sentía su corazón latiendo desbocado, se esforzó por mantener la compostura.


La señorita Sforza sonrió a Leonardo y él pudo comprobar que era realmente bella.


Podía entender por qué Girolamo había accedido a casarse con ella y se preguntó a sí mismo, si todas las promesas que se habían jurado, habían sido reales o simplemente una cortina de humo, una venganza particular del Conde hacia él por todas las veces que lo había ridiculizado cuanto estaba al servicio de los Medici.


Riario aparto la vista cuando sintió los ojos de Leonardo fijos en él y sintió que en mundo se hundía bajo sus pies

¿Cómo iba a poder vivir sin su artista?

Las palabras que debía decirle, no querían salir de su garganta, pero haciendo acopio de todas sus fuerzas, deslizo su brazo en torno al de Catalina y miro a Leonardo.


- Nos complace que su estancia en palacio, señor Da Vinci. Estaremos muy complacidos si acepta a unirse a nuestra pequeña ceremonia esta tarde. Ni Catalina ni yo deseamos una gran boda.


Leonardo sintió como si alguien retorciera un puñal dentro de sus entrañas, pero miro a la pareja e hizo una pequeña reverencia.


-Estaré encantado de asistir a su enlace, mi Lord. Ahora si me disculpan, debo seguir trabajando.


Besando la mano de Catalina, miró fijamente a Girolamo, observando como este le daba vueltas a un curioso guardapelo colgado de una fina cadena de oro.


Girolamo contuvo el aliento y cuando Da Vinci se marchó, acompaño a Catalina a sus aposentos.


Asegurándose que la puerta se cerraba tras él, miro a la que en pocas horas se convertiría en su esposa.


-No puedo hacerlo, Catalina... No puedo.


Girolamo se dejó caer en una de las butacas y escondió su rostro entre sus manos, intentando controlar las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

La mujer se arrodillo a su lado, y retirando las manos del conde de su cara, hizo que lo mirara a los ojos.


- Girolamo, escúchame... No puedes, pero debemos. Mi tío nunca debe saber que esto es una farsa. Yo tampoco deseo unirme a ti, pero mi familia jamás aprobaría un matrimonio con un Medici. Solo seremos esposo y esposa a ojos de los demás,
¿Por qué no hablas con Leonardo? Estoy segura de que el entenderá la gravedad del asunto y será nuestro cómplice.


Riario negó con la cabeza y miro a la mujer que intentaba consolarlo.


-Él no debe enterarse, Catalina. Si se entera, no querrá seguir con la farsa y eso lo condenaría a la hoguera. Debo renunciar a él para que pueda vivir.


Catalina suspiro y apretando las manos de Girolamo entre las suyas, asintió.


Horas más tarde, la ceremonia se celebró en la capilla y Leonardo se sintió morir cuando oyó el "sí quiero" de los labios de Girolamo.

Un " Si, quiero" que el Conde pronunció mirándolo directamente a los ojos y empleando la voz roca que él había oído mil veces mientras hacían el amor.

Sin poder soportarlo huyo de la capilla, sintiendo como un trozo de su alma se rompía para siempre.


Girolamo se mostró ausente durante todo el banquete de celebración y con la mirada perdida, daba vueltas al relicario que contenía el mechón de pelo de su Leonardo.

Se imaginó que nada había sucedido y que ambos seguían siendo felices juntos.

Bebiendo de su copa, busco a su artista con la mirada, pero el maestro había desaparecido, llevándose con él una botella de vino.


La velada transcurrió como si los minutos parecieran horas y cuando los recién casados se marcharon a sus aposentos para consumar su matrimonio, se pudieron oír los vítores de los escasos invitados.

Leonardo, oculto entre las sombras observo como Girolamo y Catalina entraban en los aposentos del conde y bebió de su botella mascullando maldiciones.

Poco rato después, los gemidos de la dama empezaron a oírse y Leonardo lanzo la botella con rabia hacia el pasillo, observando como el cristal se hacía añicos contra el suelo de piedra.

No podía soportarlo, y dando media vuelta echo a correr, alejándose lo máximo posible de las habitaciones.

Trabajaría sin descanso hasta terminar el encargo del cardenal y luego se marcharía a Florencia.

Prefería enfrentarse a la ira de Lorenzo que sufrir una muerte en vida, sabiendo que había perdido para siempre, lo único que realmente le había importado.



CONTINUA EN EL CAPITULO XXII


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